mariluz escribió:
Cantas al árbol y a su soledad...Quizá no sabes que ellos no están solos si sabemos amarlos y saludarlos en su medio. Te contaré una historia cierta y no cierta historia:
Una vez estando en el campo con mi familia subí a lo alto de una colina, que quedaba como unos cien metros más alta de donde estábamos. Allí arriba había un solitario árbol que se divisaba desde donde me hallaba, pero no sabía con exactitud si era un olivo, fresno o encina, pues eran los más abundantes en la zona. Parecía más bien un refugio de pastores dejado adrede para ampararse del sol, pues alrededor eran trigales ya segados.
Mi hijo que es biólogo de vegetales me siguió también curioso por saber de qué se trataba, y mirar de allí lo que a nuestra vista no divisábamos por ser más baja la sierra del otro lado. Él ya lo había visto con sus prismáticos y por la forma igualmente, sabía qué especie era a simple vista Ya allí me di cuenta que era un hermoso madroño cargado de frutos, que en estado salvaje sin podar, más bien parecía un gran árbol que un arbusto. Le saludé como acostumbro, contentísima de verle cargado de bayas maduras y le cogí unas de sus ramas diciéndole, lo guapo que estaba y cómo le lucían sus hermosos frutos en dos tonos, rojo y amarillo que ofrecía. Mi hijo sacó fotografías y luego me ofrecería una bolsa que llevaba en su mochila, disponiéndonos a coger algunos cuantos, que servirían para hacer dulce o mermelada. Son ásperos pero estaban riquísimos. Allí solitario sólo las aves aprovechan sus frutos y algunos animales si llegan a sus ramas. Cabras y ovejas suelen comerlos e incluso conejos si se arrastran sus ramas cargadas de frutos por su peso, como también algunas serpientes herbívoras. Mi hijo que lo sabe, me dijo que cogiera sólo de las ramas altas por estas razones que te digo. Cuando terminamos calculando un Kg. de frutos, hicimos unas fotos y nos dispusimos a bajar de nuevo al picnic campestre, que nos habíamos montado cerca al río. Entonces, me despedí cogiendo de nuevo una de sus ramas y agradeciéndole el regalo. Me di la vuelta con el hijo que bajaba ya unos pasos por delante. De improviso escuchamos detrás de nosotros un grave y vibrante suspiro, era como de alivio, ambos instintivamente miramos hacia atrás y nos quedamos sorprendidos mirándonos a los ojos. Mi hijo me decía lo mismo que yo casi al unísono: "¿Has sido tú?". Y en vista de lo extraño del sonido y sabiendo que ninguno de los dos había hecho tal cosa, nos devolvimos rápidamente a mirar por los alrededores. Todo lo que se divisaba era monte bajo con gran visibilidad. Y cualquiera que hubiese estado cerca no se hubiese escondido tan rápido a casi medio Km. de distancia, donde había la única casita que se divisaba desde lo alto de la colina y con los prismáticos, donde se veían unos cuantos animales y un huerto. No había viento y el eco no podía ser porque estábamos acostumbrados a esos sonidos de repetición y tampoco había una grabadora a los pies del árbol, cosa que descartamos por si había algún bromista esperando a paseantes.
Todo esto lo hicimos observando en silencio y sorprendidos por lo ocurrido. Para mí no era nuevo, pero entendía que el hijo algo iba a decirme, pero permaneció callado, mientras bajaba. Durante la comida y ya liados con otras conversaciones, noté que me miraba de vez en cuando, pero el no se atrevía a contar al resto lo ocurrido. Entonces decidí preguntarles si les había llegado un sonido o el eco de alguna voz, mientras estábamos arriba. Me dijeron que sí, que habían mirado creyendo que alguno se había torcido un pie al bajar, porque escucharon un sonido de queja o una exclamación. Y sin pensar en más les dije con toda naturalidad que había sido el árbol, el que había suspirado contento de habernos dado unos cuantos madroños, y se sentía más liviano de peso siendo útil su cosecha. Mi hijo sonriente me miraba moviendo la cabeza afirmativamente.
Sé que esta anécdota la ha contado a sus amigos sin ninguna explicación, pero sabe que hay algo que si no fuese por mí, que también le escuché, no se explica, aunque prefiere no echarle cabeza al asunto. Y yo, menos, para mí todo lo que pasa siempre es tan natural como la vida misma. Estoy acostumbrada desde niña a sentir que los montes-como dicen- oyen, escuchan y hablan. A veces, no sólo nos dan frutos, leña,otros alimentos y son la base de muchas medicinas. Ellos nos dan frescor y sombra y oxigenan la tierra, filtrando cosas nocivas que pueden dañar nuestra salud, pero también nos ayudan aunque no nos lo cramos, ellos no siempre están tan quietos y ajenos a la vida de los hombres, más bien nos temen...
Elisa
Un beso amiga. Es un hermoso canto a la naturaleza el tuyo. Siempre .Elisa.